Puntual como cada mañana la vio aparecer, con la mirada
perdida, contando los adoquines de la vieja calle por la que caminaba, nada podría
haberle hecho levantar aquella mirada del suelo.
Ese aire de melancolía ceñido a su cuerpo como el uniforme de
la tristeza que paseaba cada día, sin falta, sin pausa, cadenciosa y lenta,
entre el claroscuro de la intempestiva mañana. Tan temprano, ella iluminando las
calles al compás de la tenue luz de la nublada mañana…
Un día más, como tantos otros, esa mujer se había convertido
en la razón por la que despertar tenía algún sentido. Cada noche ponía en
hora su despertador para no perderse la escena. Era el único acicate que
insuflaba el oxígeno de la vida en su rutina repetitiva, la razón que le sacaba de la cama y que le
obligaba a levantarse para asomarse ante aquella ventana, cada día. Desde donde la
contemplaba como si de una performance se tratara. Siempre el mismo recorrido, apenas unos
minutos de diferencia entre los días, la
única pauta inesperada en el
horario. El estaba alerta con antelación,
por si se anticipaba o atrasaba, pero hasta en eso, era recurrente.
Alrededor de las nueve aparecía por el extremo de la
perpendicular, desde la esquina izquierda hacía su entrada triunfal en su
pasarela particular. Al ser una zona restringida de tráfico se podía permitir
el lujo de caminar por el centro de la calle, como si tuviera miedo a que alguna de las cornisas de los
antiguos tejados pudiera desprenderse. Pero claro, esta era la visión de el,
imposible imaginar la verdadera razón de ella, para hacerlo de esta manera, y
no de otra.
Durante unos cuatro
minutos su visión se centraba en ella, esa mujer le resultaba el animal más bello
que nunca hubiera visto, por desconocido aún más fascinante, una atracción como
nunca antes había sentido.
Siempre informal pero con esa elegancia al caminar, y en
aquellos minutos imaginaba, con el ojo puesto en el visor de su cámara
profesional, cada una de las mil
historias que podía inventar, una diferente
cada día, sobre la razón de aquellos paseos matutinos.
Desde aquel accidente
que le había dejado atado de por vida a su silla de ruedas, había pocas cosas
que le ofrecieran un motivo por el que aferrarse a la vida. Su carrera
profesional también se vio truncada, toda su vida trastocada y la desgana se
apoderó de él, no inmediatamente, pero si con el transcurso de los años. A sus
cuarenta años, y después de pedirle a su
novia que le dejase al saber que permanecería de por vida en esa paraplejia,
nada más había vuelto a atraer su
atención de aquella manera y lo que le fascinaba más aún es que ella sin saberlo,
le había forzado a abrir de nuevo, la funda de su cámara y retomar el contacto con su
mundo, ese que siempre le había apasionado, la fotografía.
Ella le enfrentó a ese difícil reto de tomar mil fotos de la
misma escena, y que ninguna de ellas, ni siquiera se parecieran. Buscando
ángulos, aperturas y filtros, enfoques, esos minutos eran para él ya, la
ilusión de su día a día.
Carla día 15/02/2016
a las 18:30